Hamsa tiene 35 años pero su piel envejecida, la necesidad urgente de pasar por el dentista y la mirada de quien ha visto demasiado le dan aspecto de un hombre mayor, hastiado por la injusticia del mundo y la crueldad de las personas. Lleva 8 años coordinando el campo de refugiados de Qalandia, donde ha podido ser testigo de las atrocidades de la ocupación israelí en Palestina y el cual representa un agujero donde la utopía de los derechos humanos muere cada día un poquito más.

Ilustración: David Llopis
La ciudad de Ramallah se perfila como una algarabía de colores, edificios superpuestos y una mayoría religiosa musulmana que tiñe la que se considera capital financiera de la ocupada Cisjordania de una masa heterogénea de velos y tradiciones culturales establecidas a partir de una relación demasiado estrecha con la religión, una relación donde ni siquiera los mismos locales saben dónde empieza el brazo de una y acaba el de la otra.
Quedamos con Hamsa a las puertas del gran campo de refugiados que ocupa la mayor parte del barrio de Qalandia (Ramallah). A 700 metros el tráfico de la mañana vuelve a estar embotado por los controles de documentación rutinarios de cada coche, autobús o triciclo que intenta cruzar a Jerusalén o volver de allí de la única forma que se puede: pasando por el check point. Por suerte, esta mañana no han cortado el tráfico, por lo que no nos encontraremos con ninguna manifestación. Al menos de momento.

Fotografías: Megan Alvarez O’hanlon
Hamsa, que cruza por la carretera como un león que conoce bien su sabana y sabe que ningún animal tendrá la valentía de rechistarle, nos lleva primero a su oficina para servirnos el primer café de nuestra mañana y el octavo de la suya mientras nos pone en antecedentes sobre cómo llegó a convertirse en el máximo coordinador de un campo de refugiados que alberga a más de 17mil personas que llegaron sin hogar, sin la mitad de sus familiares y sin ningún pan bajo el brazo. En perfecto pero rápido inglés, del que tiene mucho que contar y no tiene tiempo suficiente nos dice que para ser lo que es ahora tuvo que tocar fondo. “Me metía rayas de dos en dos y no me importaba qué pasaría mañana, sólo quería matar los días como mataba los porros. Rápido y malamente”, nos confiesa mientras nos mira con seriedad. “Ahora puedo ser un gran referente para los chavales de aquí pero antes no me importaban, ni ellos ni lo que pasaba. Hasta que un día, los soldados israelíes mataron a mi mejor amigo y yo me quedé con sus sesos en la mano mientras le acunaba en mis brazos. Ahí me di cuenta de que había gente que estaba peor que yo”, añade con tristeza. Fue en ese momento cuando comenzó a trabajar aquí.
El campo de refugiados fue creado en 1949 para albergar a los refugiados resultantes del éxodo de palestinos que provocó la guerra árabe-israelí de 1948 y el armisticio de 1949, cuando tanto Qalandia como el resto de Cisjordania quedaron bajo control jordano. Las tierras donde se encuentra el campo, construido por la Agencia de Naciones Unidas para los Refugiados de Palestina en Oriente Próximo (UNRWA), fueron cedidas poco tiempo después por los jordanos, unas tierras que tras la guerra de los Seis Días que enfrentó a israelíes y palestinos, pasaron a formar parte de las tierras ocupadas por los primeros. Israel por su parte, a pesar de las resoluciones del Consejo de Seguridad de las Naciones Unidas, mantiene la ocupación sobre territorios reclamados por los palestinos tras la declaración de Independencia de Palestina de 1988.
Hamsa relata que dejó las drogas y empezó a trabajar 24 horas al día para ayudar a todas las personas que estaban siendo víctimas de la ocupación, que habían perdido sus hogares porque los soldados habían confiscado sus tierras para hacer más grandes sus asentamientos y que, como él, habían visto morir a hijos, amigos y padres a manos de los israelíes. “La lucha ya no era lo importante, había gente muriendo de hambre”, dice mientras se enciende el décimo cigarro de la mañana. La ocupación de los territorios palestinos que tuviera su auge hace 50 años cuando el sionismo comenzó a ganar terreno bajo unos acuerdos de Oslo que dejaron de respetarse, dejaron a Palestina a la deriva en un mar donde los apoyos internacionales y de sus propios vecinos árabes fueron simples peces que murieron demasiado rápido por la boca y donde sus tierras se tornaron demasiado apetecibles para un país como Israel que no tenía suficiente con las que la comunidad Internacional les había cedido.
Es fácil ocupar tierras ajenas si cuentas con apoyos de otros países. No solo tenemos que lidiar con que Israel separe nuestro país o con que algunos países no nos reconozcan como Estado, sino que además, vemos como se apropian de nuestras tierras, destruyen nuestras casas y trabajos y controlan nuestro tránsito por Cisjordania y Gaza”, explica mientras una mezcla de enfado y hastío va tiñendo sus ojos y su voz.
Todas estas razones han dado lugar a una de las mayores crisis a la que el país tiene que hacer frente: más de cinco millones de ciudadanos refugiados en su propio país que representan el triste record de ser el grupo de población que durante más tiempo ha permanecido bajo esta condición y la mayor en comparación con el resto del mundo, según datos de la Agencia de Naciones Unidas para los refugiados de Palestina en Oriente Próximo (UNRWA) que a su vez tiene con presencia en el campo donde nos encontramos.
Mientras nos damos un paseo por el campo que hoy en día ya llega casi al kilómetro cuadrado, Hamsa explica que el sitio está dividido en tres grandes partes pero que, a pesar de su enorme tamaño, sólo posee con una escuela oficial, un único autobús para todo el campo y pocos profesores, la mayoría voluntarios, que no dan abasto para educar a tantos niños. Justo en ese momento y como si supieran que estábamos hablando de ellos, un grupo de críos se nos acerca mientras le meten cizaña a un burro que les acompaña cargando con uno de ellos. El más extrovertido se pone a hablar con nosotros chapurreando algo de inglés y nos dice que mañana tienen un examen, a lo que yo le respondo que debería estar estudiando si quiere aprobar. Él me mira y se ríe dejándome claro que aquí estudiar es algo voluntario, no derecho suyo ni obligación de los padres el proporcionarlo.
Cada vez que vengo aquí me fijo en lo rudimentario que parece todo; casas que se amontonan sin orden unas encima de las otras, comercios de dimensiones tan pequeñas que los comerciantes a veces tienen que salir para dejar entrar a los clientes y un gran cúmulo de suciedad que invade cada rincón de cada edificio como parte del mosaico ecléctico que representa un campo sin suficientes manos que lo mantengan y demasiadas personas que lo necesitan. A medida que andamos, Hamsa me explica que todas las paredes están decoradas por graffitis, “algunos son las caras de los familiares muertos, otros son los nombres”, explica. En otros, se pueden ver dibujos que llaman a la lucha armada, los cuales se superponen a los que reclaman la paz con miles de palomas sosteniendo ramas de olivo.
Pero no sólo su aspecto es desordenado ya que, en lo que se refiere a la administración, ni mi nuevo amigo sabe quién financia realmente o de qué país forman parte, pero añade enfadado que, ilegal y sin papeles firmados de por medio, las autoridades israelíes lo consideran parte de su zona de control lo que se deja ver en la gran cantidad de asentamientos y bases israelíes que se encuentran alrededor.
“Han entrado soldados varias veces en los últimos años y han matado a muchos palestinos”, afirma, “una de las veces, que la sangre llegó al río de lo penal, dijeron que sólo habían entrado porque se habían perdido, unos palestinos les atacaron y ellos tuvieron que disparar”, añade con tristeza pero que, según explica, entraron con tanques y demás parafernalia, lo que deja el argumento bastante invalidado. “Aquí se forman todas las semanas casi las mayores manifestaciones de toda Ramallah así que entrar cuando quieren y a la hora que les apetece a “controlar que todo está bien””, lo que parece ser que es algo ya rutinario.
En cuando le pregunto por qué administración se encarga de la financiación, se echa a reír como si le hubiera contado el mejor chiste del mundo y, recomponiéndose un poco, hace un gesto que abarca todo el campo y me dice que nadie paga, ni los israelíes, aunque lo reclamen como territorio suyo ni el gobierno de Fatah que es el que controla Cisjordania “Ya no son cuestiones religiosas o políticas” afirma, “son mis putos derechos y esta es mi puta tierra. Aquí ya no hay nadie que nos respalde”. Después de esta afirmación, me temo que Fatah tiene un votante menos para las próximas elecciones que se presupone serán este año, si es que se celebran. Le pregunto porqué siempre mueren los mismos, a lo que me contesta que, realmente, los palestinos carecen de un ejército que pueda hacer frente al israelí, volvemos a lo mismo, “son piedras contra balas”, afirma,” si la comunidad internacional también financiara nuestro armamento como hace con Israel podríamos defendernos de alguna manera”, sentencia.
Cuando la noche va cayendo me invita a coger un taxi ya que ha oído que quizás esa noche, algún que otro soldado volverá a “perderse” por las calles del campo de refugiados. Mientras espera a que me suba le digo lo único que me sale decir en ese momento, que es desearle suerte si es que esta existe. Me mira serio por primera vez en todo el día y me dice que “da igual lo que pase de aquí a diez años. Yo moriré y lo haré por este proyecto, por Palestina”.