Carmen, Carmita y Carmela
Fotografías: Dounia Sadaoui
Hace más de un año, regresando de la frontera, Carmen recogió a un muchacho que caminaba por un lateral de la carretera. En aquel momento, posiblemente no se imaginaba nada de lo que ocurriría tiempo después. O tal vez sí. Su casa en El Juncal, una comunidad afroecuatoriana en el Valle del Chota (Imbabura), siempre había tenido las puertas abiertas para quien quisiera llegar. En cada una de las esquinas de esa vivienda se respira hospitalidad, con esa extraña sensación de llegar a lugar conocido. Carolina vio como el frío arrancaba la vida a unos padres y su hijo. Hace ocho meses dejó a su familia y comenzó un viaje, que pronto la llevó a una explotación de 16 horas en una cocina de Cúcuta (Colombia). Así que siguió caminando y sus pasos la guiaron a contagiarse de la hospitalidad de Carmen. Ahora, esta caraqueña forma parte de esta comunidad del Chota y su casa se ha convertido también en un punto para descansar del camino. Carolina cree que lo que se tiene es para compartirlo así que, mientras ella pueda, nadie va a seguir pasando frío.
Carmen también es Carmela para quienes saben que cada día se levanta antes del amanecer para preparar el café que ayudará a despertar a sus más de cuarenta invitados de la noche. Y Carmela, después de treinta años de matrimonio, sigue quitándole el sueño a Carlos, que sabe que a su compañera no hay nada que se le resista cuando está convencida de la bondad de sus ideas. Y nadie llama Carlos a Carlos, sino “Bacú”, el que sigue trabajando en su finca y con su camión durante días, para regresar a un hogar compartido con quien por allá pase. Amor del bueno. Imperfecto y resistente. Pero del bueno.
El negocio de la familia de José dejó de ser rentable así que decidió salir de su país. Tiene 25 años, tantos como los días que estuvo detenido en la frontera por el único delito de soñar una vida digna. En la carretera se le destrozaron sus zapatos y su maleta. Los primeros, por el largo camino entre Cúcuta e Ipiales. La segunda, por correr para alcanzar un camión. Ahora lleva en su espalda una bolsa de yute en la que guarda sus cosas.
A Carmen raramente le tiembla la voz. La firmeza de sus palabras se entremezcla con un profundo compromiso con la vida, cultivado durante años en la Pastoral Afro. Y es que es ahí, en la fe, donde dice encontrar la fuerza para levantarse y seguir siendo cuidadora y soporte de quien tiene la suerte de pasar por el refugio en el que se ha convertido su casa. Pero no sólo eso. Por sus venas corre la sangre del pueblo afroecuatoriano. Las historias de la esclavitud, del susurro palenquero y de la lucha anticolonial se concentran en un plato caliente, en una cama con sábanas limpias o en una conversación nocturna. Gestos revolucionarios en la época de los egos y las individualidades.
Caminar al mediodía por El Juncal puede ser un infierno en algunos meses, en los que las tunas resisten firmes frente a un sol que obliga a refugiarse en cualquier hamaca estirada en cualquier patio a la sombra. Posiblemente nadie conozca a Carmen (ni a Carmela) pero al preguntar por Carmita, uno de esos muchachos a los que parece que los casi cuarenta grados no le afectan señalará la carretera que va hacia Pimampiro y que pasa al lado de una casa de dos pisos, con paredes grises y un suelo de cerámica. Una casa que no destacaría demasiado de las demás sino fuera porque constantemente está llena. Y es que Carmita ha hecho aparecer en la prensa nacional a esa comunidad del Valle del Chota que sólo salía en los periódicos en época de carnavales. Al cariño concentrado de Carmita se han unido vecinas y familia. El “hacer bien y no mirar a quien” parece que también se contagia en esa zona en la que la discriminación racial, el empobrecimiento y la lucha por la memoria colectiva sigue siendo batallas pendientes. De nuevo, quienes viven la opresión siguen dando lecciones de dignidad a una sociedad que sigue regocijándose en sus brotes de xenofobia y racismo.
Como nunca había salido de su país, Javier no sabe qué tan lejos está de su Valencia natal. Su vida ha cambiado en este último mes. Las preocupaciones por las rutas clandestinas o la falta de trabajo en Cali parecieron desaparecer cuando se enteró que su compañera de viaje, su esposa, estaba embarazada. Ahora, su objetivo es llegar a Perú y poder darle un futuro a su hijo, y también a su papá que aún sigue en Venezuela. Seguiría cruzando ilegalmente la frontera una y mil veces para poder ayudar a su padre que ahora, más que nunca, es su ejemplo a seguir.
Carmen, Carmela, Carmita, también es Madre. Y no sólo de los ocho hijos que salieron de sus entrañas. Cada día, decenas de nuevos hijos e hijas le confían su vida y ella les entrega un poco de la suya. Más allá de sus fuertes principios morales, la Madre Carmen huye de las teorías. Su vida, su casa, no le pertenece a ningún presidente sea del color que sea. Cuando ve a esos jóvenes, cansados, sin energía para cargar su propia vida, sólo ve a una persona a la que acoger y cuidar. Pero también a alguien para despedir al día siguiente y, con una bendición, animar a que siga su camino. No habrá amenazas que puedan doblegar esa vocación de servicio. A los poderosos siempre les asustan las mujeres con el corazón grande, porque son capaces de transformar realidades. La llamarán coyotera, tratante, aprovechada… que sigan hablando… las casi ocho mil personas que comieron en sus platos, durmieron en sus camas y entraron por sus puertas responderán por ella.
La madre de Javier se enteró de su decisión de partir el mismo día que se iba. Allá quedaron sus sueños y su trabajo como soldador. Un mes estuvo durmiendo entre cartones, caminando por la montaña y mojándose bajo la lluvia. Camiones, mulas, carros y, sobretodo, sus pies le han ido llevando a cruzar caminos, ríos y fronteras. Cuando consiga plata la enviará a su casa y, ojalá, pueda regresar en Navidades.
Cincuenta años de existencia han concentrado toda la energía del mundo en los ojos de esta afroecuatoriana. Trabajadora incansable, corazón puro, firmeza en el alma. Cocinar, asear, tenerlo todo listo. Acoger. No juzgar. Animar a hacer lo mismo. Alzar la voz ante el sufrimiento. Salir a los caminos, al encuentro. También cuidarse. Cantar para liberarse, para dejar ir todo lo negativo. Descansar a veces. Y al día siguiente, aún de noche, seguir siendo Carmen, Carmita, Carmela, Madre… y seguir con las puertas abiertas para recibir a quien por allá pase.
En estas líneas no encontrarás la palabra “migrante” o “venezolano” para referirse a las más de 8.000 personas que encontraron albergue con Dña. Carmen Carcelén. No tiene sentido. Las insensateces políticas, las inhumanas medidas de control migratorio o la absurda xenofobia no importan en ese hogar que no entiende de etiquetas ni de calificaciones. Si por ahí pasas, vengas de donde vengas, creas en lo que creas, te sentirás en casa. Y eso es lo único que a Dña. Carmen Carcelén le importa. Ser familia.