Ximena y yo teníamos diez años: ambas niñas; ella, niña madre. Quedó embarazada cuando estábamos en el último año de escuela. Si hay lugar a duda, ella no decidió embarazarse. A Ximena la forzaron, la violaron.
Ella viene a mi mente en lapsos, en los momentos menos premeditados: cuando pienso en mi propia decisión sobre la maternidad, o cuando la recuerdo en los debates más acalorados en torno al aborto. Leo, investigo, estudio, contrasto las publicaciones “provida” con las declaraciones de mujeres, activistas y defensores de los DDHH a favor del aborto, como en casos de violación.
Pienso si Ximena puede leer todo esto, hacer este mismo ejercicio. No sé si estará sentada, en un cuarto cálido y suyo propio, después del trabajo, investigando y escribiendo una nota sobre su violación y parto a los diez años. No tomo su voz, no soy quién para hablar por ella. Hablo con voz propia, hablo con mis recuerdos de infancia sobre ella.
Ximena, quiero hablarte, quiero decirte algo: lo lamento.
Teníamos diez años. Nos daba clase una maestra entre firme y tierna, con cara rosada la recuerdo. Faltabas mucho, pero cuando venías a clases eras de las golpeadoras. Yo me llevé unos buenos empujones y tundas, rayones de cuaderno y jaladas de trenza de tu parte.

Fotografías: Ramiro Aguilar Villamarín
Poco o nada sabíamos de abuso sexual. Hijas e hijos de migrantes rurales, de campesinos, de obreros, de mujeres trabajadoras y humildes. Éramos 50 niñas y niños que un día escuchamos sobre la palabra tumbar. “El costeño”, el compañero de clase, nos dijo que cuando un hombre tumba a una mujer, ella queda preñada, quiera o no. A ti, Ximena, te tumbaban, te forzaban, y venías toda llena de odio, nos dabas una paliza a las más lentas. La maestra te reñía, eso me daba cierto alivio, lo lamento.
Te iba muy mal en notas. No atinabas una. Yo pensaba: Qué niña tan lenta, si esto es pan comido. No llevabas tarea, tus cuadernos tenían dibujos que daban miedo, y decías también cosas que daban miedo.
La profe, la de cara rosada, lloró cuando viniste, más gorda, con tu madre, luego de faltar por semanas. Tenías el trasero muy grande, me dije, y me reí bajito. Me daba gracia, te vi muy ancha y extraña. La maestra se secaba las lágrimas con el pañuelo planchado que sacaba de su mandil.
“Profe, ¿por qué llora?”, le preguntábamos. Y la profe, que hacía lo mejor que podía, habrá dicho algo así, como que la vida es dura y hay personas malas, que nos cuidemos y que nadie nos toque; información que me habrá sonado en chino. Yo solo sabía que a la gente la tumbaban, y que no había que dejarse tumbar.
Luego te crecieron los pechos, eran pequeños e hinchados. Te los miraba en clase, después llegaba a casa a mirarme los míos al espejo. “Natalia, estás seca como un pasa”, me decía. No tenía nada más que una ligera curva como tierrita levantada. Dejaste de hacer educación física, dejaste de pegar a las niñas, dejaste de jugar a ratos, dejaste de sonreír, dejaste de existir. Me sentí tranquila. Lo lamento.
Un día llegó un hombre, recuerdo su bigote espeso, inmenso me pareció. La maestra, la de cara rosada, se puso bermella, parecía que le saltaba fuego por los ojos, que le ardía el pecho, que quería apagar con la mano un fuego en su corazón. Ximena, ahora sé que era ese hombre, tu padrastro, el que te tumbaba, el que te violó.
La maestra no te dejó salir. Ella le dijo algo así como que se largue, no lo recuerdo. Pensé qué maleducada estaba siendo mi profe. Como niña mimada, crispé la nariz viendo tanta grosería. Cuando él se fue la maestra lloró, tú lloraste, arrastrando un secreto que parecía a ratos que entendíamos todos; sin palabras, con la piel, entendíamos el dolor.
Otro día, el mismo hombre vino a dejarte a la entrada de la clase. La maestra cerró la puerta con furia para que te quedes dentro y habló con él cosas que ni tú, ni yo supimos. Le gritó, movía los brazos, lo miraba con cólera. Ximena, sé que era él. Y no levantaste a vernos, y no vi tus ojos en semanas, porque no volviste a clase. No terminaste la escuela.
Tiempo después regresaste, con un niño en brazos y con tu madre a sacar tus papeles. La profe la retó, de nuevo brava, de nuevo ojos de vidrio mojado. Supe después que tu madre nunca abandonó a aquel hombre gigante de barba. No la culpo, no la absuelvo tampoco, ni parecido. El niño que cargabas tenía ropita amarilla, te pregunté: ¿es tu hermanito? Y me miraste con ira, con esas iras que tenías cuando me dabas un empujón en el recreo. Pero se te pasaron al rato, y me sonreíste apenas: no, no es mi hermanito.
Lo lamento.
Ximena, pariste y sobreviviste. Ximena, niña de diez años, seguiste viviendo con tu agresor sexual. ¿Hasta cuándo?, ¿cuántas veces más te violo?, ¿alguna vez volviste a la escuela?, ¿cuántos años más pasaron para que te permitan irte lejos del hombre gigante de bigotes?, ¿a qué edad huiste de casa? Ninguna niña debería ser obligada a abandonar la escuela, a vivir con ese monstruo en nombre de la familia, a criar un hijo que le duele en el alma. ¿Lo has mirado a él como nos mirabas a nosotras, con odio?
Y sí, son 20 años, pero las leyes de adopción no han cambiado mucho. La idea caduca de la reintegración familiar sigue condenando niñas a vivir en los espacios donde han sufrido violencia sexual. La separación de la madre-niña y el recién nacido es judicialmente inviable, y el abandono de la criatura es punible. El niño no puede ser adoptado, y la niña-madre no puede ser económica ni emocionalmente sostenida, porque el sistema las atiende solo hasta el parto.
Las dos vidas fueron salvadas, y lamento decir que el precio fue muy alto: dos vidas llenas de violencia, de abuso sexual sistemático, de falta de acceso a la educación, de pobreza: dos vidas hechas mierda.
Ximena, ahora soy maestra, y tengo los cachetes rosados, y la gente dice que también tengo la cara tierna. Ahora entiendo por qué lloraba la maestra: porque sabía que no volverías más, y porque entre 50 niños, ¿quién más estaba siendo violado/a? Pasaría por su mente: ¿cómo hablar de prevención del abuso sexual si los padres se lo prohibían? Lo chocante es que lo sigan prohibiendo. Nosotras no queremos enseñar “juegos sexuales”, como dice una conocida cristiana “próvida”. Yo quiero que dejen de violarlos, de agredirlos, de abusar de las niñas y niños. No obligaré a nadie a abortar, y no obligaré a nadie a parir.
Me preguntan qué decisiones de vida puede tomar una niña de diez años. Para sorpresa de muchos, niños y niñas nos convocan a escucharlos: respetar sus sentires y elecciones es el llamado, porque no somos sus dueños. Los acompañamos a vivir y desarrollar su autonomía, integridad y bienestar. Una niña de diez años, abusada sexualmente en su núcleo familiar, hubiera pedido salir de casa, seguir yendo a la escuela a pintar en clase de arte, poder jugar, tener tiempo libre, vivir en un lugar seguro, no ser violada al llegar a la hora del almuerzo, no criar un hijo que no pidió criar, ser niña.
Verte llevar ese hijo en brazos fue verte acarrear un peso que tu niñez no podía sostener. Esa fue la última vez que hablamos, cuando cargabas al bebé de ropa amarilla, que no, no era tu hermano, dijiste. Años después, mi mamá me contó su versión adulta, la que empaté con lo que cuento ahora y vi de niña.
Te violaron, te lo pusieron en brazos, y te forzaron a criarlo. Lo lamento Ximena.
Quería hablarte.