Cuerpos, virus y fronteras. Otras miradas
Vivimos un momento sin precedentes en la historia reciente de Ecuador. Los estragos políticos que experimentamos mientras transcurre el confinamiento -para algunxs- entre cuatro paredes y algunas ventanas, con suerte, nos exige mirar críticamente los relatos sociales que construimos sobre la oscuridad de estos tiempos. La coyuntura presente y la incertidumbre sobre el devenir de la crisis que nos atraviesa, son dos momentos que se imaginan y se viven de modos diferentes. Los cuerpos en aislamiento preventivo obligatorio durante la pandemia del COVID-19 no somos todxs, evidentemente.
En el edificio donde vivo, también habitan temporalmente trabajadorxs de limpieza y seguridad que no han dejado de trabajar; en conversaciones rápidas a un metro de distancia, me han contado que salen por turnos pasando tres o cuatro días a sus casas. Algunxs viven en el sur de Quito (Guamaní, Chillogallo), otrxs al norte, uno de ellos me contó que al inicio de la emergencia sanitaria debió regresar a su casa en el Comité del Pueblo, caminando, tardó dos horas.
En varios espacios de redes sociales y medios de comunicación se debate sobre los sectores de la clase trabajadora que sostienen la cuarentena a las clases media y alta en Ecuador. Han circulado varias imágenes e historias sobre las personas que no se veían y que ahora sí vemos, o viceversa. Sería de absoluta miopía social y política desconocer que no todxs estamos en cuarentena: no lo están trabajadorxs de cuidado y limpieza doméstica, guardias de seguridad, repartidores en moto de Glovo, Uber Eats y Rappi, vendedorxs populares y ambulantes, agricultoras, campesinas, transportistas, cargadores, trabajadorxs de empresas públicas y servicios básicos, etc. Me he preguntado sintiendo frustración desde mi encierro ¿En qué aporta esa consciencia?
El encierro físico, real para cientos de miles de personas en el mundo que han visto reducidos sus cuerpos al territorio de sus domicilios, se sostiene solamente porque una clase trabajadora no tiene el privilegio de quedarse en casa; el lema de vida ahora impreso en nuestra piel. Hay cuerpos en funcionamiento mientras recibimos propaganda sobre la vida online, hay cuerpos operando la fábrica social. En la obra Revolución en punto cero. Trabajo doméstico, reproducción y luchas feministas (2013), la teórica feminista ítalo-americana, Silvia Federici, retoma esta categoría para explicar la absolutización del capitalismo en todas las relaciones sociales e íntimas. Hay cuerpos tercerizados atravesando la ciudad para llevar comida de puerta en puerta, hay cuerpos recogiendo la basura de contenedores, hay un sinfín de cuerpos sosteniendo el mío. Mi cuerpo angustiado, incierto, deprimido, impotente. Encerrado. Me detengo a pensar entonces ¿Qué cuerpos sienten qué? ¿Cuáles cuerpos pueden esperar y teletrabajar en aislamiento y para quiénes no está permitida la -aparente- pausa de la vida?
En un momento en que las imágenes de medios masivos y redes sociales nos muestran cuarentenas llenas de rutinas de ejercicio, de recomendaciones para una buena vida, de actividades lúdicas con niñxs, de tiempo para ti, me cuestiono quiénes sostienen las condiciones materiales de mi aislamiento voluntario, quiénes esperan en una fila fuera de hospitales públicos, quiénes no han podido honrar cuerpos amados ahora inertes, quiénes deciden los rumbos económicos y políticos de un proyecto de estado-nación deplorable. ¿Cómo están sus cuerpos? ¿Qué fronteras separan estos cuerpos? Pienso entonces que los relatos que construimos sobre este tiempo está lleno de ausencias, plagado de fronteras cerradas. El encierro físico es tal vez una metáfora de la jaula política construida por el gobierno para, ahora más que nunca, no dejarnos ver.
En medios de comunicación y redes sociales se ha debatido sobre la dinámica de visibilidad e invisibilización que ha desencadenado la pandemia y la emergencia sanitaria en Ecuador. ¿A quiénes vemos ahora y antes no veíamos o no queríamos ver? ¿A quiénes ya no vemos en estos días de encierro? El prefijo tele es ahora parte contundente de nuestro lenguaje y por lo tanto de nuestra vida real: teletrabajo, tele-educación, tele-vida (para quienes tenemos el privilegio de contar con condiciones tecnológicas); sus orígenes etimológicos refieren a algo que se hace o se ve desde la distancia.
En Resistimos y acompañamos con dignidad, el Parlamento Plurinacional y Popular de Mujeres y Organizaciones Feministas de Ecuador, evidencia la negligencia estatal en el sector salud: anuncian la contratación de personal médico, sin embargo esto corresponde solamente al 13% de empleadxs de la salud despedidos en 2019. A esto se suman los actos de corrupción cometidos en la compra y distribución de insumos médicos para hospitales públicos del país. Es cierto, la política de aislamiento -acompañada de medidas estigmatizantes y discriminatorias de control social por parte del gobierno- nos obliga a ver de lejos y por lo tanto nos impone sus puntos ciegos.
Desde el otro lado de la pantalla, sé que las noticias sobre las medidas gubernamentales para enfrentar la crisis sanitaria, esconden la negligencia estatal de un gobierno que muestra su rostro más neoliberal, y es incapaz de prevenir y evitar el embate de la epidemia, sobre todo en zonas históricamente marginadas. En base al torrente de imágenes e información circulando sobre el manejo de la crisis sanitaria, atestiguamos el lavado de manos institucional y la corrupción rampante hasta en las condiciones más dolorosas: denuncias de sobreprecio en adquisición de insumos médicos, y pobre gestión de recursos en hospitales y centros de salud públicos.
En un anuncio publicitario de La Fabril -industria ecuatoriana creada en 1935 que fabrica y comercializa bienes alimenticios y productos de cuidado del hogar y personal-, que circuló en redes sociales, la voz en off de un hombre hablaba sobre salir de esta crisis juntos y sobre los héroes que con su trabajo sacarán adelante a Ecuador (todo en masculino, por cierto). El vídeo mostraba a varios trabajadores en una planta de producción, todos usaban mascarilla y casco, y alzaban su pulgar en gesto de compromiso con la patria. El hombre invisible de la publicidad nos invitaba a la esperanza, movilizaba veladamente sentimientos nacionalistas, evocando la garra que los ecuatorianos tenemos para salir adelante. En esa publicidad se mostraba a la clase trabajadora que sigue haciendo operar la industria, y se veía empoderada, feliz, confiada. ¿Qué esconden esas imágenes?
Desde mi mirada, ese video, y también las imágenes donde vemos y escuchamos declaraciones de miembros del gobierno anunciando el reforzamiento de medidas de control para combatir la propagación del virus, esconden relatos sobre otros cuerpos; sobre los cuerpos que deben salir porque su ingreso diario proviene de la venta de caramelos en la calle, de labores a destajo, del jornal del día, del trabajo sexual, del arte callejero. Durante mínimas caminatas de transgresión, me he imaginado esos cuerpos ausentes de los relatos oficiales sobre el manejo de la crisis, que muestran las maniobras de los sectores dominantes y miembros del gobierno para transmitir sensación de seguridad y acción sobre la emergencia. He tejido este texto con imágenes donde percibo emociones divergentes, gestualidades otras, fronteras simbólicas y materiales que encierran a algunas personas y expulsan a otras.
En esos espacios de tiempo detenido, y sin embargo arrasador, me dediqué a fotografiar lugares que metaforizan los cuerpos contenidos en la espera del aislamiento. también fotografié objetos encontrados en aceras vacías, sobre todo mascarillas usadas, esos artefactos de salvación que ya están incrustados en nuestros imaginarios sobre este tiempo de pandemia global. He fotografiado desde lejos, a las personas con las que estoy viviendo, aunque no soy su familia. Me pregunto sobre los límites y las jerarquías que separan los cuerpos en aislamiento y los cuerpos sosteniendo cuarentenas, sobre la reconstrucción de fronteras que experimentamos, ¿qué fronteras nos separan en tiempos de pandemia?
El despliegue de fuerzas y equipamiento militar en las fronteras nacionales, refuerza las acciones de los gobiernos para evitar el ingreso de migrantes, apelando al riesgo de contagio causado por las personas que buscan ingresar a otros países o regresar a sus países de origen. La organización INREDH (que trabaja en la protección de Derechos Humanos) expresó, a través de redes sociales, preocupación por el bloqueo militar con tanquetas ocurrido en la frontera Tumbes-Huaquillas el 4 de abril, y que es producto de un acuerdo binacional para combatir la pandemia. Bajo las normativas regulatorias que limitan la movilidad, la institucionalidad oficial esconde políticas migratorias plagadas de xenofobia, amparándose en el discurso que nos divide entre cuerpos sanos y cuerpos enfermos, porque ahora el pánico habilita ese relato.
Nos dividen entre cuerpos con derecho a la salud y cuerpos que reciben el portazo del sistema, cuerpos sin vida que merecieron una prueba de COVID-19 antes de morir, y cuerpos sin vida arrojados a la deriva. Las cifras oficiales esconden la realidad concreta de cientos de personas que no pudieron despedir con dignidad a sus seres amados. La emergencia mortuoria en Guayaquil no se puede nombrar, no caben las palabras. Los medios oficiales del “gobierno de todos” solo ha respondido atacando y amenazando a quienes supuestamente publican noticias falsas, y haciendo gala de discursos regionalistas y disciplinarios. Sin embargo, el desborde de imágenes reales y dolientes no puede esconderse con publicidad oficial donde el encargado de la Fuerza de Tarea para el levantamiento de cadáveres en Guayaquil, anuncia de modo patético que “todo está bajo control”.
¿Qué decir de los cuerpos que funcionan diferente? En una conferencia virtual con personas sordas y con funciones corporales distintas, escuché el testimonio de una amiga sorda a quien quiero mucho y de quien he aprendido lo mínimo que sé de lengua de señas. Ella relató su experiencia yendo a un supermercado, y varias escenas quedaron en mi memoria. El guardia de seguridad no le creía que era sorda, le tuvo que mostrar su carnet, ella no podía leer los labios de nadie -y por lo tanto no entendía qué le decían-, porque todas las bocas están ahora cubiertas con mascarillas. No le permitían entrar acompañada. Finalmente, cuando ingresó, lo hizo percibiendo que el guardia se reía. Ella no entendió qué podía causarle gracia de esa situación. ¿Qué sucede con los cuerpos que funcionan de maneras diferentes, los cuerpos que necesitan cuidados de otros cuerpos que deben teletrabajar y cumplir tareas de trabajo reproductivo en el perímetro de sus casas?
Imaginando las escalas físicas y geográficas que contienen límites, pienso el cuerpo como un primer contenedor de fronteras ahora en riesgo y pánico instituido: la piel ya no detiene el virus. Entra por los ojos descubiertos (debemos usar gafas plásticas), penetra por los poros, (debemos usar guantes de látex), lo respiramos al tocarnos la nariz o la boca (debemos usar mascarillas quirúrgicas). Esos movimientos y gestos involuntarios del cuerpo que antes no notábamos, ahora son potencialmente un riesgo de contagio y muerte. La casa es el siguiente espacio de límite fáctico. Lo doméstico como único territorio posible, la reja como seguridad, como respiro. Luego el barrio, la parroquia, la provincia, el país, todos bloqueados. Pero, ¿qué sucede con las mujeres, niñxs y personas encerradas con sus agresores, para quienes el riesgo de sufrir violencias de todo tipo e incluso la muerte, se agudiza con el aislamiento?
En un boletín informativo del Consejo de la Judicatura con fecha 6 de abril de 2020, se informa que desde el inicio de la declaratoria de emergencia hasta el 30 de marzo, se registraron 225 flagrancias por violencia contra las mujeres y miembros del núcleo familiar; es decir se reportan 15 flagrancias diarias. Sin embargo, estas cifras están seguramente lejos de narrar la realidad. Sabemos que los datos oficiales iluminan una porción conveniente de hechos, con lo que se enmascara la cantidad real de vidas concretas de mujeres, niñxs y cuerpos feminizados expuestos a violencia de género.
Desde ECU 9-11 se reporta que se han realizado 6819 llamadas de alarma por violencia de género entre el 12 de marzo y el 13 de abril, la mayoría concentradas en las ciudades de Quito y Guayaquil. La disminución de denuncias también es un dato angustiante, porque se debe a la restricción de movilidad a causa de la emergencia sanitaria: de 660 denuncias por violencia de género, la Fiscalía ha recibido 80 durante el estado de alarma; y sobre delitos sexuales las denuncias han disminuido de 300 a 60. Me pregunto ¿Qué sucede con los cuerpos que estaban a punto de denunciar y debieron quedarse encerrados con sus agresores por quién sabe cuántos días más?
Mucho se ha debatido sobre cuál es el virus real, se ha planteado esta pandemia como la llave de acceso para instituir -de manera rampante y sin restricciones- un estado de excepción a nivel global aunque diferente según las condiciones políticas de cada nación. Se ha discutido también sobre la revuelta o la debacle del capitalismo absoluto que la epidemia podría significar. Varios análisis abordan la reverberación ideológica que ha desencadenado la pandemia de COVID-19: ¿No estábamos ya en estado de excepción cuando las tecnologías de vigilancia, sobre todo visuales, registraban el movimiento y todos los desplazamientos de nuestros cuerpos, cuando el big data nos incluía en estadísticas sobre cada función de nuestras vidas? Lo cierto es que ahora vivimos la contradicción de las fronteras, porque la piel no es límite aunque vemos levantarse ante nuestros ojos murallas fácticas e inquebrantables.
En Sopa de Wuhan, una compilación de textos y artículos que circularon en el último mes a propósito de los tiempos oscuros del COVID 19, pensadorxs contemporáneos debaten varias ideas sobre lo que el mundo atraviesa -o sobre lo que atraviesa al mundo- en el escenario actual. En uno de los artículos, María Galindo, teórica feminista boliviana, plantea el desafío de perder el miedo al virus, de no extraviar los vínculos de asociatividad y las prácticas colectivas que la praxis feminista nos enseña a sostener en la vida cotidiana, de desobedecer para sobrevivir. Por esta idea, adelanta Galindo, la considerarán loca. Los aprendizajes del pensamiento y la práctica feminista de las mujeres organizadas, nos muestra la necesidad de politizar nuestros microespacios, de colectivizar los afectos políticos, de valorizar el trabajo reproductivo y de cuidado. Esto es necesario sobre todo ahora que estamos abocadas a vivir, trabajar, y reproducir en el mismo perímetro doméstico.
En otro texto de la publicación, el filósofo español Paul B. Preciado, plantea que la fuerza somatopolítica -técnicas gubernamentales biopolíticas- que antes se expresaba en instituciones y estructuras panópticas, ahora corre por nuestras venas, acentuando las fronteras entre comunidad e inmunidad: para estar dentro de la comunidad debes ser o hacerte inmune. En este sentido, nos llama a hacer un apagón de los sistemas que nos vigilan para imaginar nuestra revuelta, una revolución con contornos poco claros ahora pero la única salida -literalmente- fuera del encierro. Si bien es lógico que aislarse voluntariamente es la medida más eficaz para prevenir un contagio masivo -frente a la histórica inoperancia gubernamental, por supuesto-, no es menos real que la llegada de la pandemia a Ecuador ha habilitado la mascarada de acciones tenebrosas perpetradas por los poderes estatales y paraestatales que nos gobiernan.
¿Cómo imaginar horizontes políticos alternativos en este escenario? Desde mi ventana veo a dos personas jugar pelota en la terraza, en un balcón cercano un hombre mayor camina con sombrero y mascarilla alrededor de lo que calculo como un metro cuadrado de espacio, demora 5.5 segundos en dar una vuelta. Imagino que tal vez todos los espacios que veo a detalle desde mi metro cuadrado, metaforizan un ejercicio político necesario en esta época: ver donde no hemos visto con suficiente detalle, observar lo que de tanto no ser visto parece haber estado allí desde siempre, y sin embargo contiene la historia de todas las opresiones. El mismo experimento tal vez funcionaría en las comunidades donde convivimos, un posible horizonte político nos exige seguramente otra mirada. Nos exige mirar los cuerpos que necesitamos para vivir, ser los cuerpos que otrxs necesitan para seguir.